Han pasado 66 años, cuando en Otavalo un rincón del mundo, lleno de inocencia y alegría, mi niñez y la niñez de los de aquella época, se desarrollaba entre juegos que desafiaban la imaginación y la creatividad.
En Otavalo año 1938 nacían mis padres, 20 años luego, veía luz, no recuerdo tanto, pero deduzco que, a mis siete años, aquellos días debieron transcurrir entre risas y el bullicio de mis amigos del barrio San Blas, compañeros de la escuela José Martí.
Voy a intentar y espero lo reciban bien quienes lo lean y si pueden acotar háganlo, intentar digo, en una hoja conversar sobre lo juegos de la niñez … causa un eco que seguro resonará en mi memoria como un canto nostálgico y ojalá lo mismo en la suya, así que vamos ahí.
Una de las memorias más vívidas de esos años (60) es la de los zumbambicos, los juguetes que construíamos, primero era con botones grandes ,luego con los tillos de las gaseosas. Con cariño y destreza, transformábamos simples tapas de bebidas, en artefactos de diversión. Aplanábamos estas tapas con piedra en mano y como base piedra plana, dejándolas listas con dos agujeros en el centro, hechas con clavo, con base en tierra. Luego, entrecruzábamos el cordel y con los pulgares de las manos de un lado al otro, lo hacíamos bailar, la piola que se trataba de hacerla gruesa y el tillo al hacerlo “bailar”, zumbaba, de ahí su nombre, este sonido unía nuestras risas y hasta en las competencias amistosa que surgía en cada encuentro para cortar el cordal y saber quién tiene el zumbambico más filo.
El arte de hacer bailar a los zumbambicos no era sencillo. Requería concentración y un toque especial, casi un ritual compartido. En cada estirón del cordel, los zumbambicos saltaban y giraban, como si tuvieran vida propia, desafiándose unos a otros en una danza singular. Y es que no solo se trataba de jugar; realizábamos competiciones donde la destreza y la rapidez estaban en juego. El objetivo: cortar el cordel del rival antes que ellos cortaran el nuestro. Con los bordes afilados de nuestros zumbambicos, logrados gracias a la ingeniosa técnica de ponerlos a las rieles del tren en la “tercera línea” de Otavalo y cada rueda que les aplastaban más las afilaban, temíamos , inocentemente que por tantos zumbambicos que poníamos en las rieles para que con su paso los afile, el tren o el ferrocarril, podían descarrillarse (solo poníamos tres cada pasada) inocencia responsable, pero eso sí , cada enfrentamiento se convertía en un espectáculo de adrenalina pura y emociones crudas.
Pero no solo los zumbambicos llenaban nuestros días de felicidad. Las tardes se completaban con juegos igualmente queridos: las tortas ( Un pataso ..toma chullita, el banco con huequitos para desde una distancia prudente tingar las canicas y meter en los huecos del banco que el dueño lo pagaba de acuerdo a la cantidad que cada hueco identificaba, canicas, la perinola con el todo , nada, saque chulla, pierde todo, saque todo etc. ), el trompo , las canicas, que nos enseñaban sobre estrategia y precisión al tingar ; el churo, un juego de tinges en tierra hecha surcos y risas que alegraba cada encuentro y largo camino para llegar al centro del churo en la tierra. Y los billusos, que unían a los más amigos, en el suelo dibujábamos un círculo en la tierra ,los tapaba con mas tierra a los billusos, (envolturas de cajetillas de cigarrillos) que imaginariamente poníamos valor y en sucres en esa época ,era un círculo lleno de pequeñas dunas de tierra que se volvía un terreno millonario de aventuras.
Los marros, sin que te rose, estatua, el primo, el espejo y muchos más, son juegos que se volvieron ladrillos en la construcción de nuestra infancia. Eran actividades sencillas, pero llenas de significado, un recordatorio de que la verdadera felicidad reside en las pequeñas cosas. En esos días lejanos, la risa era el lenguaje común, y las amistades se forjaban a través del juego y la competencia, teñidas con la inocencia que solo la niñez puede ofrecer.
Hoy, al mirar hacia atrás, esas memorias me llenan de calidez. El eco de las risas y los gritos de alegría vuelven a resonar, y con cada recuerdo, celebro la vida y la multitud de momentos sencillos que constituyeron mi más preciado tesoro: una infancia feliz, llena de zumbambicos que, aunque simples en apariencia, estaban repletos de sueños y aventuras.